No sé qué es lo que me habrá gritado, en el idioma local que es para mí extraño ya que literalmente está en griego, mientras con una mano señalaba la máscara que le cubría la cara y con la otra apuntaba a la puerta de salida. El mensaje era claro de cualquier manera: tenía que abandonar el establecimiento.
Comprar el desayuno, usualmente un café y algún tipo de pan, nunca había sido notable. Pero esta mañana fue distinto. Mi error fue encontrarme de viaje y hablar en un idioma extranjero durante el desarrollo de una pandemia que ha normalizado la xenofobia.

Salgo de la panadería y, algunas calles más adelante, tres policías en motocicleta detienen a un hombre; una de las pocas personas que aún se encuentran por las calles. Mi paranoia, alimentada por lo que recién me ha pasado, me hace revisar el rostro del hombre. Parece árabe, quizá sirio. Pero estando en el sur de Europa, existen personas con rasgos iguales desde antes de que el concepto “Europa” existiese. Este hombre posiblemente podría encontrar las raíces de su genealogía en personas que vivían en esta misma tierra durante las guerras Médicas (un nombre que combina muy bien con la ocasión). Pero estoy ya divagando. El punto es que, los gritos de la señora han despertado mis prejuicios.

Frente a la situación actual, parece que la idea más cómoda será mantenerse encerrado hasta nuevo aviso. Personalmente considero que es una medida desmedida, pero prefiero no ser utilizado por los medios como el ejemplo de la desconsideración de los extranjeros.
Los supermercados tienen menos clientes y hay filas para entrar. Afortunadamente esas son las únicas diferencias, no ha habido compras de pánico y los griegos, si se les compara con las naciones acumuladoras de papel higiénico, parecen muy calmados al respecto. Lo cual no me ayuda a comprender los gritos en la panadería.
Mientras el norte pasa frío yo paso de somb
Frente a la situación actual, parece que la idea más cómoda será mantenerse encerrado hasta nuevo aviso. Personalmente considero que es una medida desmedida, pero prefiero no ser utilizado por los medios como el ejemplo de la desconsideración de los extranjeros.
Los supermercados tienen menos clientes y hay filas para entrar. Afortunadamente esas son las únicas diferencias, no ha habido compras de pánico y los griegos, si se les compara con las naciones acumuladoras de papel higiénico, parecen muy calmados al respecto. Lo cual no me ayuda a comprender los gritos en la panadería.
Mientras el norte pasa frío yo paso de sombra en sombra, tratando de evitar el sol en mi cara quemada. ¿Quién imaginaría que Grecia es tan soleado? Me pregunto como si hubiese olvidado la razón por la cual hay tantos turistas en este país durante el verano. Espero que mi color de langosta cocida no atraiga mucho la atención mientras me dirijo hacia la última reunión, antes de ponernos en esta, socialmente obligada, cuarentena.
De camino, por la calle se encuentran solamente las naranjas que han caído de los árboles al margen de las banquetas. No hay personas. Los teatros, restaurantes, bares y otros tantos locales se encuentran cerrados. La ansiedad que siento al caminar por calles tan vacías, me hace ver la ciudad como si fuese Silent Hill, en versión soleada.
El piso donde nos reunimos es de un italiano, pero él prefiere que nadie lo sepa debido a las actuales circunstancias, Italia es el país más afectado en el continente por el COVID-19. Hace algunos días escuchó que a un compatriota suyo le negaban el servicio en una tienda. Recuento apócrifo al que yo añado la historia de un par de italianos que fueron echados de una sucursal bancaria en Bulgaria. Un cuento que también es de segunda mano, pero al menos me hace sentir solidaridad cuando también agrego la historia de la mujer de la panadería. Quizá la haya contado con algunos adornos, pero era ya tarde y la cerveza fría aliviaba la incomodidad del roce de la camisa con mi cuello quemado y enrojecido.
El sitio se encontraba lleno y quizá sea la última vez que vea tanta gente reunida durante una larga temporada. Una docena y media de personas, de un manojo de nacionalidades distintas compartían su experiencia y la manera en que ocultaban su idioma o acentos en medida de lo posible para no causar pánico. Nunca habíamos vivido una situación en la que viajar se considerase un pecado social.
Al salir de la reunión, caminando de regreso con un amigo portugués, cruzábamos las calles para encontrar la última cerveza de la noche. Hablando en castellano atravesábamos una visión postapocalíptica: una capital europea muerta antes de la medianoche. Sin embargo y sin esperarlo, en la planta baja de un edificio de apartamentos, una luz encendida mostraba refrigeradores al interior y nosotros, atraídos como polillas, fuimos a averiguar lo que ahí había.
Dentro se encontraba un hombre, quizá tendría sesenta años, frente a él una carreola vacía. El local olía al humo de su cigarrillo, lo cual es extremadamente raro ya que está prohibido fumar en interiores de cualquier sitio público. Al dueño del negocio parecía no importarle, es como si el hecho de que no lo dejaban salir a la calle lo incitase a fumar en el interior.
Elegimos dos cervezas locales y al intentar pagar, el hombre nos pregunta “¿Ispanía?” (es el segundo país más afectado por el coronavirus en el continente) a lo que rápidamente respondimos: “No, no. Portogalía y Mexikó”. El hombre sonrió, nos dijo el monto a pagar… obviamente no entendimos la cantidad y nos la mostró en la registradora. Pagamos. Al salir, el hombre intentó recordar cómo decir «gracias» en castellano. Después de pensarlo un par de segundos, con una sonrisa nos dijo: “Merci!”. Sin ganas de continuar una conversación que no podría suceder, simplemente le respondimos:
Ευχαριστούμε!