
Verano. La gente sale a las calles para disfrutar los primeros días cálidos del año. Por todas partes se ven festivales artísticos, música en las calles, bares abiertos sobre las banquetas, los parques repletos de individuos sin más plan para el día que tomar una cerveza hasta que se termine la noche. Sofía está viva. Pero no es un evento singular; cada año las banquetas pierden terreno ante los restaurantes, los parques se llenan de botellas de cerveza, la ropa se encoge para permitir a la piel reencontrarse con el sol; es la temporada en que todos hacen planes para ir a la playa mientras se quejan de los extranjeros que planearon asolearse sobre la arena de la misma costa.
El atractivo del paso de las estaciones en Sofía es algo difícil de explicar (acaso de encontrar). El tiempo parece atrapado entre las compactas calles de la ciudad, el paso de los años se ha enganchado al alma antigua que se muestra oculta bajo las capas de asfalto, lodo y piedra que se remueven cada vez que una renovación o construcción hiere la piel de ésta antigua ciudad. Sofía tiene un tempo alargado, sin embargo le da a cada giro alrededor del sol su propio ritmo subordinado.
Es así, en esta dualidad, como aquí se piensa. Como aquí se vive.
Cuando llega el otoño las lluvias modifican el paisaje urbano instalando insondables lagos turbios en las oscuras calles de la ciudad. Los restaurantes de banqueta ahora cubren sus invasiones con plásticos para mantener al agua (y al resto de la ciudad) fuera de su espacio exterior/interior. Los parques se vacían, solo las botellas del verano se quedan en el mismo lugar y de la misma manera. La ropa se alarga para cubrir la piel de las salpicaduras que los conductores, navegando por las oscuras aguas de las calles capitalinas, regalan con infinita simpatía cada vez que pasan cerca de algún desprevenido transeúnte. Basta un poco de agua y frío para que Sofía regrese a su ritmo usual de antigua canción de taberna (стара пиянска песен).
En la ciudad solo hay dos estaciones: verano y el resto del año. Cuando la primera se va, inmediatamente la gente comienza a esperar su regreso. Ésta ciudad vive en un eterno anhelo estival que permite la existencia de solo dos meses durante todo el año, el resto es solo una fría espera. Con sus ritmos sincronizados, pareciera que la sociedad local busca las mismas cosas, articula su existencia del mismo modo y vive sus gustos en harmonía. En el mundo actual, activo y contrastante, el caso de Sofía es poco común, rarísimo. Podría pensarse que la condensación de su población, su turbulenta historia reciente y el hecho de ser el centro de empleo más grande del país (al cual llegan buscando trabajo los habitantes de otras pequeñas ciudades del interior), pueda explicar que todas las clases sociales, en general, prefieran bailar con el ritmo del vecino porque “a donde fueres haz lo que vieres”. Quizá otras generaciones modificarán este comportamiento, pero no las actuales. La diversidad tendrá que esperar a que la composición de los serdicenses cambie; hoy hay demasiados programistas.
Esto vive Sofía, una existencia como lluvia de fin de verano que cubre la ciudad. Su humedad entra en los pulmones a cada respiro, llena los ojos, nubla la vista y decora con oscuros espejos líquidos el asfalto roto bajo tus pies. Una lluvia que te hace bailar por las calles de firme en firme, que te cubre cuando un chofer no te ve esperar el verde del semáforo ahí, en la esquina.
Esta lluvia empapa las manifestaciones espontáneas de la ciudadanía: las protestas, los festivales, las escasas intervenciones en espacios públicos, los fotógrafos que llenan sus tarjetas (o rollos) con gatos o indigentes y todos aquellos que por cualquier razón se mueven. Todo entra en un modo extraño de hibernación. Las pocas horas de luz invernales se reciben desde la ventana de un taller u oficina dejando los momentos de libertad para ser pasados entre la penumbra y la humedad.
De solsticio a solsticio los días parecen alargarse y aun así, la vida pareciera acortarse. Es poco lo memorable, las imágenes que quedan del resto del año son siempre inferiores a las del verano. ¿Quién podría recordar lo que se hace en estos meses? Incluso el fin de año acontece en la parte menos interesante del mismo. Quizá sea intencional que se dé ahí el cambio, como si no se quisiera asustar a la gente, quizá para hacerlo más aceptable, menos duro, menos triste en su gris ignominia. Quizá sea esta la razón por la cual Sofía ama el verano y los pantalones cortos, correr en los parques y embriagarse en el sudor de una playa cercana. El verano es la temporada narcótica que desvanece la depresión anual cambiándola por un instante, un voluptuoso, cálido y repetitivo instante que la ciudad desesperadamente vive.
Entre el verano y el resto del año se esconden muchos eventos donde el popular existencialismo comienza a erosionarse, momentos en que los buscadores del eterno verano olvidan sus confusiones frente a todos los absurdos del mundo mientras acompañan sus pláticas y memorias con una ensalada y dos raquías. Ellos pintan una ciudad que se piensa y vive a pesar del otoño y del invierno (y la primavera y el otoño y el invierno y la primavera y mil veces todo lo demás) ante el calor del alcohol y los leños en la chimenea, en el único momento en que la ciudad olvida, momentáneamente, su eterno anhelo estival.